El fin, el fin
Tiene las manos largas y suaves. Yo, aún así, no las puedo sentir. Me toca en las costillas, las palpa una a una, como si fuera su instrumento musical. Ya no sale sonido algún. Me dice que quiere a mis pechos más que a cualquier otra cosa en su vida. Sin embargo, beso a su rostro, ya no a su boca. Su semblante de niño evoca en mí una ternura que llega a doler. Pero yo ya no le puedo proteger. Me pregunta cuándo tuvo inicio el fin. Le contesto no saber, aunque en mi no pueda callar el por qué, el momento en que decidí desviar el camino, sin importarme si el sendero detrás de mi se deshacía. Ya no duerme bien por la noche y en sueños me busca con los pies fríos. Yo sufro por no poder darle más de lo que tengo ahora. Estiro mi mano y le acaricio el pelo. Está asustado, pero yo ya no cuento las horas. Me dice ser capaz de amar mi imperfección y su alma tiene tanta belleza, que me impide sostener el lloro. En mi ventana las flores siguen viviendo más de lo que esperábamos; otras marchitan mucho antes. Quiere saber si lo podríamos haber evitado. Yo le digo que sí y que no y que tal vez. Aún así, él hace la comida. Intenta recomponer fantasías que se han roto, y esto me parece demasiado triste. Deseo estar con él bajo una intensa lluvia, abrazados y mudos, dejando que ella haga su trabajo y devuelva a la tierra lo que ya no nos pertenece. Mi casa huele a despedida, en cada gesto. Y yo no sé si este es un aroma agradable.