Piedra y flor
Él era un poeta. Yo, sólo quería diversión. La primera vez que nos vimos fue en una fiesta a la orilla de la playa. Debido al calor que hace en los trópicos, llevábamos diminutos trajes, enseñando más nuestros cuerpos de lo que es aconsejable. Era un tipo interesante, pero no me gustó su sonrisa. Y cuando a uno no le gusta una sonrisa, es algo que no se puede ignorar. Pero no me importó. Yo quería jugar. Le miraba y sabía que él se desconcertaba con ello. Bailaba y le seducía, pero esa noche no intercambiamos siquiera una palabra. Luego me llamó. Y empezamos a vernos, hablando como si nada hubiera pasado. Él acababa de llegar a la ciudad, después de 5 años en Londres, dónde había estudiado Literatura Inglesa. Tenía ideas estimulantes, así que nuestros encuentros fluían bien. Yo le enseñé João Cabral de Melo Neto y Paulo Leminski; él me presentó a William Blake y a Dorothy Parker. La quinta o la sexta vez que nos vimos, nos fuimos a su casa y ninguno de los dos tuvo que decir nada.
Él me escribía poemas. Poemas sentidos, dolidos, que a cualquiera le tocarían en el fondo. Pero yo estaba petrificada por dentro y su poesía no me llegaba. Cuando le conocí habían pasado menos de dos meses desde que yo terminara una larga relación y, como sabemos, los finales felices sólo existen en las películas. Yo no tenía la menor intención de entregarme. Él exhalaba sentimientos y no podía esconderlos.
Yo tenía la conciencia de que actuaba como una puta sin corazón, pero no podía evitarlo. Además, le dejaba muy clara mi indiferencia, lo que en cierta forma me libraba de cualquier responsabilidad sobre su estado de ánimo. El final fue trágico. Él me perseguía, yo huía. Él empezó a odiarme y yo sabía que tenía razón, pero no pensaba volver atrás. Después de casi dos años sin hablarnos, recibí esta semana un e-mail suyo con fotos de su hija recién nacida y una poesía para ella, hablando de cómo le había cambiado su vida. La verdad es que no me enterneció mucho. Cuando uno no se deja tocar el alma desde el principio, sea para protegerse, sea por puro egoísmo, será difícil encontrar otro camino. La gran putada es que la vida siempre inventa una manera de devolver todo esto y uno acaba sintiendo en su propia piel lo que un día le hizo a otro.